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Un día inolvidable

Les voy a contar sobre un día inolvidable. El día de mi cumpleaños 31.

El 24 de enero, hace exactamente tres meses, había decidido romper la tracción que fundé en mi onomástico número 28 (celebrar con un viaje fuera o al interior del país), por cuestiones financieras tenia en mente una celebración más sencilla junto a Gabo.

Nunca imaginé que este cumpleaños se volvería inmejorable.

Gabo me había dicho que aunque no viajáramos, sería igual de maravilloso como el del año anterior, en el que habíamos conocido Cuba. Así que —luego de un proceso arduo de convencimiento de su parte— acepté que cenáramos en el restaurante Alfredo Di Roma, en el hotel Presidente InterContinental. Él llevaba meses queriendo llevarme; yo no quería que gastara tanto.

Los detalles de aquella noche los tengo grabados: cuando nos encontramos en el lobby; los abrazos y besos cumpleañeros; los deliciosos platillos que comimos, que saciaron a mi tragona interna; el vino con el que brindamos. Yo estaba feliz, radiante. Recordé mucho la cena de mi cumpleaños en La Habana; los momentos junto a Gabo siempre son memorables. De pronto, me interrumpió en la charla:

—¿De verdad te quieres casar conmigo, Ketzalli? —me preguntó directo. Yo le sonreí y lo tomé de la mano. Justo un par de semanas atrás yo había sido la que lo había interrumpido en una conversación: “Estuve pensando y ya comencé a armar mi Excel mental, y creo que podríamos casarnos en 2021”, le solté la bomba. Él me abrazó y besó con ternura.

En los dos años que llevamos de relación ya habíamos hablado muchas veces de vivir juntos, de cómo imaginábamos nuestro hogar, nuestro futuro, de casarnos. Yo siempre había sido la que más me resistía al tema del matrimonio, pero me ilusionaba mucho. Un día me sorprendí siguiendo en Instagram a una diseñadora de vestidos de novia española; debo reconocer que ya me enamoré de varios atuendos. Y entonces me permití vivir eso, sentirlo. De pronto, de la nada, estábamos Gabo y yo —continuamente y en los momentos más inesperados— hablando del lugar para la boda, ¿jardín o salón?, cuántos invitados, sólo por el civil, y los largos etcétera. Hasta principios de 2019, cuando con mi orden característico le lance mi planeación.

—Claro que quiero casarme contigo —le respondí y sonreímos. Tengo en un recuadro mental esa postal: su rostro, sus gestos, su amor.

Aún así con todas esas señales, no imaginé lo que vendría después.

Ante mi incredulidad aparecieron nuestros padres. James, mi padre, entonaba las mañanitas, mientras los meseros acercaban un platillo que yo creí sería un pastel con velitas.

El pastel no era pastel, sino un estuche con un anillo con el que Gabo no sólo me pedía que nos casáramos, refrendaba su amor y compromiso conmigo. Él me ha dicho que el anillo que ahora viste mi dedo anular izquierdo es un recordatorio de lo que queremos y estamos construyendo, pero no un grillete para ninguno.

A veces su seguridad me apabulla, debo reconocer; pero también me hace sentir respetada, amada, enamorada y libre.

Yo solté en llanto. Lo abracé con todas las fuerzas que mi ser tenía y al oído le dije que sí. “Sí, sí quiero casarme contigo”, luego lo besé. Mi cuerpo temblaba de emoción, de incredulidad. Los meseros que nos rodeaban comenzaron a cuchichear: “¿Qué le dijo?”. Yo los miré y con una sonrisa les respondí: “¡Le dije que sí!”.

—El plan de 2021 sigue en pie —me dijo después con esa sonrisa coqueta que me enloquece y esa profundidad en su mirada que me enamoró; esos ojos que me resultan hermosos cada vez que los miro de frente y me regalan el mundo.

Aún recuerdo con exactitud la vez primera que lo miré así directo: fue en octubre de 2016, le tomé el rostro, lo dirigí directo a mí, le pregunté algo, y morí de ganas de besarlo, pero su mirada lo eclipsó todo. Era la primera vez que me sentía tan arrojada, luego de que muchas veces me dije que el amor ya no era para mí.

También recuerdo la vez primera que él me miró de esa forma, como lo hace todavía, cuando me escucha, cuando me ama, cuando se vuelve mi soporte y pacientemente me demuestra todo el amor que le explota.

Si Gabriel y yo estamos parados en este escenario hoy, es porque hay una admiración mutua, porque hemos cimentado nuestra relación en el diálogo constante. Sé que para él ha sido más complicado descifrarme, y por eso agradezco infinitamente su trato paciente y amoroso. Creo que hemos sido maduros y muy respetuosos y solidarios de los procesos que cada uno ha tenido que vivir y eso nos ha fortalecido enormemente. No hay un solo recuerdo en el que no lo vea impulsándome, apoyándome. No hay un recuerdo en el que no lo vea esforzándose por ser un hombre mejor. Soy afortunada de que la vida nos cruzara, de ahora tener su compañía y su amor. Yo lo amo como nunca he amado a alguien y quiero vivir intensamente lo que venga junto a él y con él. No tengo dudas.

Estoy emocionada, arrebata. A veces impaciente. A veces decimos que falta mucho, a veces que es poco tiempo. Sé que Gabo y yo queremos bailar a nuestro ritmo, y eso es lo más importante para ambos.

Y pues por eso les comparto esta dicha que me desborda, que moría por compartir. Nuestra boda será el 24 de abril de 2021. Decidimos que sería en un día 24 en referencia al día de mi cumpleaños; en el año 21, en referencia al día de cumpleaños de él, y en el mes de abril para enmarcar los cuatro años que llevaremos como pareja: 24/04/21.

Ya tenemos nuestra app de planeación de la boda; gracias a él que me ha ganado con eso. Y cada que podemos nos compartimos ideas, imágenes de lo que vamos imaginando. Yo ya tengo a mis damas, a algunas ya les dije, a otra aún me falta. Ya he empezado un diario, luego les iré compartiendo las historias.

Amigxs, ¡ME VOY A CASAR!

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Contarse a una misma, para reconstruirse

Foto: Gabriel Pichardo.

En esta historia, él tiene nombre: Samuel Segura. Y lo tiene porque quiero romper con las cadenas del silencio; porque quiero colocar las piezas en su lugar.

La noche que marcó mi huida, inició a las dos de la madrugada de un jueves de marzo de 2015. En esas horas tuve la certeza de que ya no había freno y tuve miedo de morir.

Una hora atrás me había acostado, sin sueño. Estaba intranquila. Sola. Samuel y yo llevábamos dos años viviendo juntos y casi cuatro de relación. El día anterior, luego de tanto pensar en cómo diría cada una de mis palabras, en la construcción de las frases que pronunciaría, me armé de valor para contarle sobre una oportunidad en el trabajo: “Me quieren enviar del periódico a Jordania un par de días”, le dije mientras comíamos, y en sus ojos apareció esa rabia que ya conocía. Dejó de comer y después solo hubo silencio. Durante esas más de 24 horas me trató como si no existiera.

Yo esperaba que él comenzara con el discurso de siempre ―aquel reclamo sobre mi “pendejez”―: “No te das cuenta que esos cabrones te quieren coger”, seguido de la furia de sus comentarios en los que no había más que insultos porque yo no era capaz de ver que mi inteligencia no era mayor a lo que había debajo de mis calzones; donde solo había un cuerpo que poseer y no una mujer capaz y talentosa. Pero no. No dijo ni una palabra. Me quedé incrédula; ansiosa. Yo ya tenía memorizado mi discurso: no iba a dejar ir otra oportunidad de trabajo por él, me decía convencida, aunque todo mi ser temblaba.

Todo aquello fue ese eterno momento de calma antes de la tempestad.

De pronto, aquella madrugada, mientras daba vueltas en la cama, lo escuché entrar. Sus pasos disparejos y tambaleantes hicieron que desde la segunda planta del departamento, descubriera que venía con varias copas encima. Me quedé inmóvil y traté de fingir que me encontraba profundamente dormida. Mi corazón palpitaba con mayor velocidad conforme sentía que él se acercaba.

Silencio.

Sentí al mismo tiempo el dolor del jalón de greñas con el que me sacó de la cama y del golpe que recibí en la espalda cuando mi cuerpo azotó contra el suelo. Me incorporé despacio, rodeada de insultos. Las horas siguientes pasaron como si hubiesen sido una eternidad.

Todo fue un infierno mudo. No grité ni una sola vez. Pero sí suplique, para que se detuviera, para explicarle todas las aseveraciones que me lanzaba como flechas incandescentes. No pude detener el torrente de mi llanto. Las patadas y los golpes a puño cerrado en mi vientre, entumecieron mi cuerpo; las bofetadas, mi voz, y sus manos estrangulando mi cuello, mi alma.

Por vez primera sentí la necesidad imperiosa de defenderme, de regresarle un golpe, de dejar los ruegos y la conciliación con la que siempre trataba de calmarlo: pero apenas pude liberarme del ahorcamiento ―lo mordí en la mano― quise correr hacia la cocina; pero un nuevo jalón de cabellos me derrumbó y los golpes en el suelo fueron más brutales.

“Así te van a tratar allá, pendeja”, me gritaba mientras me abofeteaba sin parar. Yo en el suelo y él sobre mí.

Cuando todo terminó ―él se quedó dormido― me duché, quería que el agua calmara el ardor en mi cuerpo, y me fui al trabajo; ya estaba amaneciendo. Con la ropa oculté las huellas de sus golpes, que siempre precisos dejaban moretones en mis pechos, mi vientre y brazos, nunca en el rostro. Aquel día me costó mucho cargar con los pedazos de mí.

“Hoy nació mi sobrino. Iré a casa de mi mamá”, me envió un mensaje de texto al cabo de unas horas. No dijo más nada sobre lo ocurrido en la madrugada, actuó como si no hubiera pasado. Y yo tuve miedo de reclamarle. ¿En realidad pasó?, me preguntaba. Mi cuerpo a cuestas me lo confirmaba. Pasados los días, él sólo me dijo que todo lo ocurrido había sido para desahogarse de mis “traiciones”, esas que él creaba en su cabeza. Yo nunca le fui infiel ni desleal, como él tanto pregonaba.

El viaje a Jordania nunca ocurrió, pero yo saqué mi pasaporte a escondidas; en la foto se alcanza a ver una herida en mi labio y un moretón debajo de mi ojo que no pude esconder con maquillaje.

Comencé así a idear la forma de irme. Quisiera decir que simplemente me fui, pero no fue así. Pasaron dos meses más hasta que finalmente reuní la fuerza para abandonarlo. No fue sencillo. Nunca le había contado a nadie lo que ocurría en mi relación: los celos, los insultos, los golpes, el maltrato psicológico. Me sentía avergonzada, sin saber a quién recurrir; quién me va a creer, si siempre escondí lo que ocurría, si todos veían lo que pasaba en público: a él “amándome”. Así que con las fuerzas que me quedaban y el impulso de dejar de ser una mujer rota, lo encaré.

Él aceptó el daño que me causaba con su ira, aunque puedo decir que sin la total conciencia de todo, sin tener la certeza de todas la veces que me había maltratado, porque nunca las recordaba. Así que con la promesa ―que yo sabía que yo no iba a cumplir― de volver a estar juntos, lo convencí de una separación, de darnos un tiempo para sanar las heridas.

La ruptura física ayudó a la psicológica.

Paradójicamente, por seguridad, para que no me buscara más y dejara de insistir en que regresaramos, volví a casa de mis padres en el Estado de México.

Lo que siguió fue recuperarme, sanarme. Regresar a cada rato a los recuerdos, revivirlos para reconocerme, para confirmar que estaba viva, para liberar el dolor que fui acumulando, para romper con todo aquello que estaba oculto.

Muchas veces dije que nuestra relación había sido tóxica, como una forma de decir al mundo que había habido mucho dolor; era la forma de ocultar lo que de verdad había pasado, era la forma en la que asumí una responsabilidad que no era compartida.

En una de las tantas veces que me insistió para que regresara, que intentó convencerme de que había cambiado, le conté sobre la primera vez que me había golpeado, cuando aún no me mudaba por completo al cuarto de azotea en el que vivimos los primeros meses.

Íbamos a llevar a Tito, mi perro salchicha, a esterilizar, comencé el relato. Luego de que lo apresure y le dije que su padre, quien nos iba a llevar en su taxi al veterinario, ya nos aguardaba desde hace varios minutos, la ira se le detonó y de la nada me dijo que me largara con él —con el desdén con el que, desde entonces y durante los cuatro años que fuimos pareja, me corría de “su casa”.

Se acostó y me dio la espalda. Me quedé conflictuada por su reacción. No era la primera vez que él reaccionaba con furia e intolerancia y tampoco era la vez primera que yo sentía que había hecho algo mal, que había dicho algo incorrecto; para ese tiempo ya no era dueña de mis decisiones. De pronto, se levantó, me miró fijamente y se abalanzó sobre mí. Dos puñetazos estallaron en mi vientre, instantáneos, rotundos; el vacío que generaron me tiró al suelo. Los segundos posteriores son borrosos; estaba incrédula, comencé a llorar en silencio —como se volvió mi vida a partir de ese momento— y él regresó a la cama, a darme la espalda.

Después lo dejé solo. No lo confronté. Ni él dijo nada. Bloquee el dolor.

Él dijo no recordar nada cuando le conté. Y no dejó de insistir en que regresara, como si todos aquellos relatos fueran ficción, o algo menor.

Ahora sé que en aquellos años, luego de los primeros golpes, muchas veces me decía a mí misma que eso no me estaba pasando. Tuve varios momentos de negación, y otros tantos fingí que lo que ocurría no había sido tan grave.

Como costal de box recibí los embates, uno tras otro. Siempre usando la normalización de la omisión y el silencio. Sorteando el discurso de que él no era ése que me insultaba y golpeaba, y yo mirándome despedazada con una genuina intención de querer ayudarlo.

La inseguridad, los celos y su machismo germinaron en mí un sometimiento psicológico tal que mi única razón para permanecer a su lado radicaba en demostrar que no era esa persona detestable, mentirosa, desleal, que él tanto decía que era yo. Todo aquello me confinó al aislamiento; dejé de frecuentar amigos, familia; dejé de ser yo misma: no me maquillaba ni arreglaba para no llamar la atención, evitaba cruzar palabra con cualquier hombre. Dejé de creer y confiar en mi criterio. Siempre era descalificada. Me sentí sola como nunca. Y me volví la más sumisa. Renuncié a mis derechos de confrontar, de reclamar, de exigir, de manifestar mis sentimientos, de ser humana.

La retrospectiva me da la certeza de que para mí los episodios de violencia física siempre fueron brutales con y sin alcohol de por medio. Nunca me defendí; el miedo paralizaba mis fuerzas y siempre intentaba calmarlo, suplicaba para que se detuviera. Pero en realidad la desconfianza, la humillación, los insultos, las bromas  —que eran agresiones disfrazadas en un tono de burla—, la dureza de sus palabras, de sus aseveraciones, eran las que me laceraban, las que me fueron consumiendo de a poco.

Aunque dejé de estar enamorada de él, no me fui. Tenía miedo de la mujer en la que me había convertido y no encontraba a dónde más ir.

Hasta la noche de Jordania, como he llamado a ese momento, fue cuando encontré el impulso de romper con las cadenas del sufrimiento, del sometimiento. Cuando lo dejé y empecé a sortear sus reclamos y chantajes, su acoso para que volviera.

Pero fue, precisamente, en ese torbellino cuando me llegó el feminismo.

En una marcha contra las violencias machistas fue donde encontré la fortaleza para finiquitar de una vez por todas el vínculo con él. Porque aunque ya no vivíamos juntos, él seguía teniendo control sobre mí, me hacía sentir mal por dejarlo en el abandono, por no cumplir mi palabra.

Fue en el #24A de 2016, casi a un año de que habíamos dejado de vivir juntos. Los dos habíamos asistido a cubrir la marcha. Yo observaba asombrada, curiosa, a las mujeres gritar, cantar, mostrar sus cuerpos, y me miraba a mi caminando con el hombre que me había violentado de distintas maneras; me sentí contrariada, asqueada de la escena. En aquella crónica que escribí por vez primera usé el plural para reconocer que alguien me había golpeado. E inicié el proceso tortuoso para que saliera de mi vida. Fueron meses agotadores. El no haberle contado a nadie lo que me había ocurrido, complicó aún más la ruptura final; mucho tiempo conservamos las apariencias de ser una ex-pareja que se lleva bien tras la ruptura.

Él solo se esfumó cuando se dio cuenta de que ya había perdido el control sobre mí y supo que yo amaba a alguien más  ―a mi actual pareja, Gabriel Pichardo―. Justamente, luego de la primera vez que exterioricé aquel infierno ―precisamente a Gabo, de quien terminaría perdidamente enamorada, quien en ese entonces era un total desconocido; alguien con quien me sentí lista para desmenuzar lo ocurrido, él único que conoce hasta el más mínimo detalle de aquel calvario―, fue cuando experimenté el momento más liberador y me sentí acompañada para enfrentar lo que fuera.

Y enfrenté a Samuel.

Por eso, recuperar la narrativa de lo que me ocurrió fue el primer paso para apoderarme de los sucedido, empoderarme y dejar de tener miedo. Para que saliera de mi espacio íntimo. Para ponerle un rostro a él, para darme voz a mí.

Todo ese proceso de ir articulándome a mí misma y mi historia durante todos estos años me permitió reencontrarme, amarme y abrirme a la posibilidad de sentirme viva, de amar a alguien, de tener una relación de pareja en la que las bases se erigen en el diálogo, en la reflexión constante, en la comprensión del otro. Estoy muy agradecida con la vida por eso, por la fortaleza que me ha dado para enfrentar el ayer y encarar el futuro, por tener el apoyo de quienes me rodean y de Gabo, de quien he recibido el acompañamiento más vital para ir sorteando el proceso de recuperación.

Articular mi historia me permite contarla hoy. Fui víctima cuando me golpearon y sobajaron, pero dejó de serlo cuando la cuento sin miedo.

Por eso, el sábado 23 de marzo mi relación con el miedo y el silencio cambió. Fue cuando decidí sumarme a la marea del #MeToo e hice público aquel grito que había enmudecido: la violencia machista que sufrí con mi ex-pareja.

Por vez primera le contaba al mundo lo que había vivido hace cuatro años, aquello de lo que tanto tiempo me sentí avergonzada, que me costó años perdonarme. Me sentí fuerte, respaldada, protegida y acompañada.

Agradecí que pudiera ocurrir algo así: mujeres soltando sus demonios, liberando sus silencios, encarando el miedo. Tengo la certeza que para muchas mujeres fue romper con el silencio por vez primera e iniciar así el proceso para articular lo ocurrido; para otras fue dar un paso más en el camino de la reconstrucción.

Desde entonces, han sido días complejos, de mucha reflexión. Y porque el infierno de la violencia no cabe en 140 caracteres, hoy les comparto mi proceso, que no termino ni empezó con el hilo que construí en Twitter. Porque contar lo que a una le sucedió, más allá de la temporalidad, es reconstrucción pura, es romper el pacto del silencio para seguir; es asumirse y dejar de tener miedo.

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#7: Dos rayos en el mismo lugar

«Simplemente no puedo imaginar lo que fue para esas personas ver su ciudad en ruinas», le dije a mi compañera de trabajo esa mañana que leíamos la prensa. Hace exactamente una semana; 32 años después del sismo que había marcado a la Ciudad de México.

Mientras las dos leíamos, ella me relató que a una de sus tías, aquel 19 de septiembre de 1985, el terremoto la sorprendió en el metro. Pasó los minutos en que cimbró la tierra en un túnel oscuro. Después, al salir, no sólo miró su ciudad cubierta por humaredas de polvo por los edificios que dejaron de existir; también vio en el suelo la construcción en la que trabajaba [en el centro de la ciudad]; sus compañeras perecieron ahí.

—Nunca lo superó —me dijo y las horas siguientes, de ese nuevo 19 de septiembre, fue una frase que se repitió una y otra vez en mi cabeza.

—Simplemente no puedo imaginarlo —me tragaría mis palabras.

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Dos horas y catorce minutos después del característico simulacro de las 11 de la mañana, justo para no olvidar el devastador 85, un nuevo rayo cayó en el mismo lugar. Volvió a sacudirse la tierra. 13:14. La silla de mi oficina, en un cuarto piso, me sacudió. «Está temblando», afirmamos todos y apresurados reproducimos la escena que ya habíamos practicado en el simulacro previo y la semana anterior [cuando pedimos al encargado de Protección Civil de la empresa que nos orientara sobre cómo actuar en un sismo, luego del temblor del 7 de septiembre].

«Si tiembla, no les dará tiempo de salir del edificio, por eso es importante que se replieguen en la zona de seguridad, en cuclillas, cubriendo su cabeza y contando: dice uno, dice dos; eso los calmara y entonces cuando el temblor termine, bajan por las escaleras, pegados a la pared y evitando lo que pueda estar en el suelo», nos guió el hombre de Protección Civil aquel 14 de septiembre en la charla.

Así lo hicimos en el temblor del pasado 19 de septiembre. Aquel extraño conteo no calmó a las 10 personas que nos resguardamos. Aún cuando convierto en puños las palmas de mi mano, siento lo apretones de quienes se sostuvieron de mí los segundos eternos que duró el temblor.

«Simplemente no puedo imaginar la ciudad en estos momentos», dije mientras bajábamos. Después, a las afueras del edificio intacto, cuando todos comenzaron a informar sobre los derrumbes en la colonia Roma y Condesa, la imagen que no podía imaginar dejó mi insulsa imaginación y se tornó en el retrato vivo y a todo color.

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Resultan  indescriptibles los minutos posteriores al sismo; las imágenes no son más que frases cortas unidas por puntos y seguidos. Cuarteaduras. Edificios derrumbados. Personas ayudando. Personas buscando con vida a sus familiares. Los gritos con la imperiosa necesidad de herramientas, de medicamentos. Los puños en alto exigiendo silencio. Los corazones galopando de la desesperación, la impotencia, del dolor. El alma simplemente afuera del cuerpo.

En todo eso pensaba luego de que me comuniqué con mis familiares y amigos, y emprendí el viaje a uno de los lugares más críticos y tristes —reportado a minutos del movimiento telúrico de magnitud de 7.1—: el colapso en la escuela Enrique Rébsamen, al sur de la ciudad. No se tenía el número exacto [y hasta la fecha no se ha dado a conocer] de niños que ese día acudieron al colegio y habían quedado atrapados. Niños de preescolar, primaria y secundaria enterrados entre los escombros. Ni siquiera en las páginas de periódico de 1985, que tanto he hojeado, leí algo similar. Todo el camino, que me pareció una eternidad, pensé en ellos y en los padres.

Llegar al lugar fue toda una odisea. La ciudad era un caos. Los gritos, la gente corriendo, las sirenas de ambulancia, el alma que se resistía a regresar a la materia del cuerpo, complicaron todo, pero cuando finalmente arribamos al sitio la primera imagen me destrozó el corazón: dos árboles inclinados sostenían un improvisado tendedero donde colgaban hojas de cuaderno con los nombres de los infantes; vivos, muertos o desaparecidos, aún no lo sabía. Hasta el momento se han reportado 19 niños fallecidos y ocho adultos.

Pasé más de dos horas de pie junto a dos hombres que aguardaban, en la valla humana a escasos metros de la escuela, el momento en el que se les permitiera relevar a los que adentro ya recogían escombros y buscaban a los niños.

Las escenas son vertiginosas: personas con bata pidiendo insulina y adrenalina; personas con cascos y chalecos pidiendo polines, palas; manos por todos lados transportando botellas de agua y alcohol; rostros desesperados por hacer llegar los menesteres a quienes los necesitaban.

Y de pronto miré el rostro desencajado de una mujer que me tocó el hombro, mientras yo pasaba gasas a un policía. La desolación de su semblante, los ojos sumidos y vidriosos; la voz quebrada permanentemente.

—¿No ha escuchado si han llamado a los familiares de Sergio? —me preguntó apenas sostenida en el cuerpo en el que no estaba.

—No. No he oído ese nombre.

La mujer se alejó. No volví a verla, no físicamente. Su caminar me dejó pensando que cada  «NO» era un segundo más sin su pequeño, un segundo más de la mezcla de emociones: la incertidumbre, la preocupación y la esperanza.

La noche empezó a caer y en ese momento un grito se volvió uno solo: focos, sockets, extensiones, plantas de luz. Todos llegaron. Pero ese día fue el más largo de muchos; la separación entre el día y la noche sólo la marcó la oscuridad.

Entre esas tinieblas la vi, a la mujer que ayudaba en el área designada para dar informes a los padres de los niños atrapados. Entró presurosa cuando hicieron pasar a un grupo de padres a las entrañas del derrumbe, y salió a cuestas, en brazos de un hombre que contenía el llanto. Las lágrimas de aquella mujer eran secas y transparentes, no tocaban su piel, sino su alma, pensé.

Y después vino un silencio prolongado. Se buscaba la vida. Un grito previo lo anunció. Por varios minutos los puños permanecieron en lo alto. Todos callamos. Los brazos y los cuerpos dejaron de hacer ruido. En ese momento escuché a mi corazón delator: un bum bum fuerte y largo. Podría asegurar que todos los ahí presentes, en esos segundos, en ese silencio desgarrador, sentimos y vimos nuestra imagen inimaginable del sismo.

Luego la nada.

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Conforme pasaban las horas, el anuncio de nuevos edificios colapsados era irremediable. La escena aunque siempre similar [la solidaridad con cuerpo y alma], también tenía sus particularidades: así lo viví en algunos de los edificios de la colonia Portales.

La temeridad de los voluntarios y rescatistas en el edificio de Emiliano Zapata y Petén. La desolación en Saratoga, donde vi a una familia, a escasos metros del edificio donde solían vivir a punto de caer. El primer piso había desaparecido y se presumía que una mujer de nombre Candy no había salido. Dijeron que se puso muy nerviosa y se inmovilizó. Los rescatistas intentaron dar con ella, pero no tuvieron éxito. Su hijo aguardaba a unos metros por ella, junto a la familia que observaba su edificio.

—Disculpe, ¿si tiene dónde pasar la noche? —le pregunté a la mujer de la familia, sentada en la banqueta, cuando en realidad ya eran los primeros minutos del 20 de septiembre.

—Sí, señorita, ya mero nos vamos —me dijo.

La observé un par de segundos mirar fijamente el edificio, quizá estaba condensando todas sus memorias de aquello que inevitablemente iba a desaparecer.

Ese día terminó para mí a las tres de la mañana del 20 de septiembre, luego de dejar atrás el olor a café y las imágenes del derrumbe de un edificio en Lindavista.

Así, cuando finalmente recosté el cuerpo sobre la cama, tuve miedo de cerrar los ojos y de que mi subconsciente liberara todas las escenas por las que decidí no sentir. Me abracé al cuerpo siempre tibio de mi novio y entonces me regresó el alma. Estábamos a salvo.

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A siete días de la tragedia, aún no tengo la imagen de mi ciudad en ruinas, y no porque no haya pisado ya todos los puntos donde hubo derrumbes de edificios, sino porque todavía no he podido verla así, en ruinas: desde que alguien se acercó a ayudar en los inmuebles colapsados, todo comenzó a reconstruirse. Ahora, simplemente no puedo imaginar la ciudad sin la movilización de los rescatistas y civiles que —en un acto de anarquía pura, sin la presencia del Estado— emprendieron las labores de rescate para levantar a los caídos y las ruinas.

#6: Para no escuchar el silencio

Después de lo que pasó, me puse a pensar en los silencios. En todos los que ya he ido liberando y en los que aún me faltan. Estaba ahí, en el metrobus a las 7:30 de la mañana, rodeada de mujeres [que se aplastaban, que se empujaban], sintiéndome a salvo. Miré sus rostros y me pregunté cuáles eran los silencios que cada una de esas mujeres cargaban esa mañana, cuáles llevan cargando por meses, años. Sentí [siento] unas profundas ganas de llorar, pero me he contenido, quizá por rabia, quizá porque me he cansado de liberar la impotencia a través de las lágrimas. Llegué a la oficina y busqué los números del centro de denuncia de Tlalnepantla. El hombre al otro lado del teléfono me recibió con una inaudita empatia [algo fundamental al momento de denunciar] y escuchó paciente mi relato: Es la segunda vez que alguien me acosa en la calle, cerca de mi casa, en menos de tres meses. Las dos a la misma hora [a la hora en que me dirijo al trabajo]. La primera, un hombre me dijo obscenidades cerca del oído, no supe cómo reaccionar y me quedé inmóvil, lo dejé escapar, lo perdí de vista y luego cuando me lo topé de nuevo estaba a mis espaldas subiendo en el mismo camión que yo; pensé en bajarme, pero antes de hacerlo, él ya se había bajado. La segunda ocurrió hoy. En el puente peatonal que debo cruzar para llegar al transporte, un hombre que bajaba mientras yo subía, cuando nos emparejamos en un escalón, me nalgueó. La rabia me hizo gritarle la gama de groserías que me sé muy bien y salir detrás de él a enfrentarlo. Huyó. Pero esta vez sentí el impulso de no quedarme inmóvil. El hombre al otro lado del teléfono de inmediato levantó mi reporte, fue minucioso en los detalles de ubicación de la zona del incidente. Le proporcioné mi nombre completo y demás datos, no quería que esto fuera anónimo. «También, si me lo permite, levantaré una queja para que manden una patrulla al sitio desde mañana a la hora que se va al trabajo. Para que esto no quede en un solo reporte, sino en algo a lo que se le dé seguimiento y se puedan pedir otras acciones», me dijo y me dictó mi folio, me dio su nombre y agradecí que en ningún momento hubiese desestimado mis palabras. Después me puse a pensar en los gritos que revientan el silencio y nos liberan.

Publicado en Carta

#5: Mis días sin ti

Para Gabriel. 

Día 1. No sé cuál considerar como el primer día en que no te tengo y ya te extraño. Aquellos tres días seguidos de mis vacaciones, o los cuatro que le siguieron por el proceso electoral y tuviste que viajar a Nayarit; o al primer día con el que se iniciaría la suma de 15 en los que estarías en Centroamérica. No sé cuál es el día uno, todos me saben igual: una combinación de añoranza, por saberte tan lejos [físicamente] de mí, y de felicidad, por saber que no estás tan lejos en realidad [no físicamente], por sentir tu amor en cada texto que me envías, en los teamos, en experimentar la necesidad de sentir tu respiración erizando mi piel. El día uno es todos al mismo tiempo. Porque cada mañana es un nuevo día sin ti.

Día 2. «Simplemente enamoradísima», escribí y publiqué la frase en mis redes sociales. Así me sentí en el ocaso de tu partida, así me dejaste con el sabor de tus besos apresurados y húmedos, justo el día que cumplíamos siete meses juntos. Así me sentí las horas consecuentes: feliz, dichosa, radiante. Te extraño como nunca, como siempre.

Día 3. Hoy vestí de rojo mi sonrisa, como una forma de anhelo. Me encantaría dejarte el colorete en tus labios y ver el gesto que haces porque se quedan marcados con mi labial. Sé que no te gusta y constantemente amenazas con regalarme uno indeleble; pero lo cierto es que a mí me encanta verlos un poco rosados después de que te estampo mis besos. No sabes lo sensuales y apetecibles que me resultan.

Día 4. Me he despertado perturbada. Una pesadilla alteró mi sueño. No te he contado de un fantasma que en noches recientes me ha visitado frecuentemente en mis sueños. Es un ser que siempre consigue que te alejes de mí y el hueco que ese dolor me provoca me deja con una sensación de vacío que me dura por horas; cada que eso pasa el llanto me desborda.  

Día 5. Hoy vi de nuevo Juana “La loca”, una película española sobre la historia Juana I de Castilla, apodada “La loca” por su amor desbordado [incluso enfermizo] por Felipe “El Hermoso”. Hay muchas lecturas que tengo al respecto, pero una que pensé ahora, ahora que siento que te amo con tanto frenesí, es que Juana estaba desesperada porque no era correspondida en su amor. Siempre su historia me da mucha tristeza, pero esta vez creo que la comprendí un poco mejor: ella no estaba loca porque Felipe fuera hermoso y codiciado por otras mujeres; no, Juana se vuelve loca porque no había ni un ápice de correspondencia, de amor, de pasión hacia ella. Y entonces pensé que mi amor desbocado hacia a ti es tal porque me siento inmensamente correspondida y eso también puede volver loco a uno: por tanta felicidad y dicha.

Día 6. En el viaje a casa te pensé mucho, pero debo reconocer que disfruté de la compañía de mi padre. Platicar con él siempre me da paz, de todo tipo. Él me conoce tan bien que sabe como alegrarme más de lo que estaba ese día. Así que en este viaje me hizo sonreír mucho y al final del trayecto remató: “Hicimos menos que Gabriel, ¡eh! Corre a llamarlo”. Y eso me llenó aún más de felicidad.

Día 7. Cada que alguien se vislumbra por la puerta de mi oficina, no puedo voltear a ver si no eres tú el que furtivamente has venido a verme un par de segundos, para sonreírme, para darme un beso discreto. En las ocho horas que estuve sentada frente a la computadora conté a 50 personas que desee que fueran tú.

Día 8. Todo el camino a casa estuve ideando las fotografías que te enviaría. Me sentí ilusionada de sólo pensar en la forma en que colocaría la cámara, la luz; traté de pensar en cómo ves tú a través de la cámara cada vez que piensas y concretas una toma. Me sentí tan unida a ti: en la forma en que cada uno, desde sus trincheras, construye sus escenas, sus historias.

Día 9. Hoy practique un maquillaje distinto en los ojos. Usé una sombra más oscura. Me costó mucho trabajo, seguro te habrías reído de mí [como yo lo hice de mí misma] por tanto rollo al momento de colocar la sombra. Lo hice pensando en verme linda cuando volvamos a vernos; pero aún me falta mucha práctica.

Día 10. Me desbordó la alegría cuando te conté de la boda en Oaxaca y cómo de inmediato iniciaste el itinerario. Amo que, dentro de todo, tengamos en mente viajes y destinos a los que quisiéramos llegar más pronto de lo que podemos. Esas ilusiones nos han mantenido muy vivos.

Día 11. Hoy simplemente fui feliz todo el día por sentirme amada.

Día 12. Me duele saberte desconcentrado o triste. Una especie de desesperación me acomete por ese simple sentimiento. ¿Cómo hago para revertir tu sentir? ¿Para que te pese menos la carga que lleva? A veces, no sé cómo, lo logró; y otras no sé qué tanto. Pero quiero que sepas que somos dos y somos uno en la buenas y en las malas, y siempre voy a estar para ti.

Día 13. Elegí lencería de encaje para recibirte. Espero que te guste, porque cuando la compré mi principal impulso fue imaginar tus rostro cuando me vieras, cuando me la quitaras y volviera a pertenecerte.

Día 14. Amor mío, hazme tuya para siempre.

Día 15. Día cero. El fin de la espera. El inicio de todo.

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#4: Lady

Llevo un tiempo intentando escribir estas líneas. Para ser precisa 45 días. Pero hoy, simplemente, brotaron. Quizá han sido los largos paseos matutinos con Roma y Tito los que me han fortalecido y me han hecho al fin escribirte, mi Lady.

Ay, Lady, ¿recuerdas que cuando te conocí, aquel octubre de 2011, te tenía miedo? Cómo pude siquiera experimentar esa sensación cada vez que te acercabas a olfatearme, si siempre lo hacías delicada y discreta, y por eso en cuestión de días te ganaste mi corazón y te convertiste en el primer perro al que he amado.

Todos los días te pienso y recuerdo muchas de nuestras postales que enmarqué en la memoria. Fui muy afortunada por los más de seis años que disfrute de tu compañía. Todos creían que habías estado conmigo desde que naciste, hace quizá 15 años, porque tú no eras mi mascota, Lady, eras mi compañera.

Fuiste mi ancla a la vida, cuando me consumía en un infierno que nunca pensé que viviría y del que saldría avante. Por ti, por Tito y por Roma era por quienes luchaba cada mañana. Me enseñaste a ser una guerrera, como tú misma lo eras, aferrándote a la vida; primero, cuando quedaste preñada y vino Roma; después, cuando te quebraste la pata y tú misma te quitaste el yeso; cuando tus cervicales quedaron dañadas de aquella caída de las escaleras y tuviste que usar collarín; cuando se presentó el tumor que descubrimos en mi cumpleaños número 28, en aquel viaje en que recorrimos las calles de Ciudad Laredo, y cuando te enfrentaste durante un mes al mal que ya no pudimos derrotar.

Ay, Lady, fuiste una guerrera y por eso supe muy bien cuando ya no podías con la batalla. Esos días estuvimos más unidas que nunca. Aquel día, una semana antes de aquel 15 de abril en el que pude abrazar tu último respiro, fue el día más difícil al que me he enfrentado, cuando tomé la decisión más dolorosa de mi vida, pero también, creo, la más sabia.

Lady era tu ladrido cada vez que llegaba a casa, tu lengua indomable en cada beso, tu dominante inocencia, esa dulzura cuando me mirabas cuando cantaba, bailaba o lloraba, cuando permanecías silenciosa a mi lado mientras me arreglaba, lo que más extraño. No te voy a negar que los primeros días posteriores a tu partida, Roma, Tito y yo te extrañamos, aunque en aquel último paseo que realizamos los cuatro te prometimos que no estaríamos tristes.

Tito y Roma lo han cumplido mejor que yo, y me han ayudado cómo no tienes idea. Hoy, precisamente, en una caminata que tuvimos de casi dos horas, escalamos un cerro y al llegar a la cima sentados miramos el horizonte, dejamos que el viento nos pegara en la cara y, en mi caso, secara mis lágrimas. Y te sentí con nosotros. Fue un sentimiento que me destrozó, pero que me refrendo el amor y el agradecimiento.

Lady, gracias por dejarme a Roma, el remolino de cachorra que tuviste, y a Tito, tu fiel amado. En ellos sigues viva, y en mi corazón y en mis pensamientos por siempre.

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#3: Cien años de El Ilustrado

Hoy tenía que escribir de usted, señor Sotres. Hoy, irremediablemente, usted vino a mi mente por distintas razones (como porque estoy leyendo un libro que habla de Carlos Madrazo, ese personaje del que tanto nos contó), pero sé que lo he pensado porque hoy que se cumplen 100 años del nacimiento de aquel semanario cultural que usted tanto amó y del que tanto nos enseñó a quienes como files ratoncillos de hemeroteca hemos resguardado —o eso hemos intentado—: El Universal Ilustrado. ¿Sabe? Creo que por usted fue que me enamoré de esa revista; usted me enseñó su valía. Recuerdo con precisión el momento: yo estaba en silencio en mi computadora y usted, en el aparato al lado mío, comenzó a contarme sobre los escritores que ahí publicaban; esas plumas poco conocidas que hacían arte con sus letras. Desde ese momento siempre lo escuché [junto con Aída] atónita. Ahí fue cuando empezamos a conversar: mientras usted consultaba los tomos de El Ilustrado de los años 20, yo le creaba los documentos donde vaciaba las referencias, las citas. Esos escritos suyos los conservo como un tesoro; de vez en cuando los hojeo para encontrar el oro molido del que tanto nos hablaba. ¿Recuerda la vívida charla sobre Martín Luis Guzmán? Yo recuerdo como un día al llegar al trabajo encontré debajo del teclado de mi computadora la nota para que buscara un artículo de Guzmán en El Ilustrado. ¡Qué maravilla! Cada vez que hojeo esos periódicos viejos lo recuerdo y extraño como nunca a las personas que ya no están en esta hemeroteca, como usted, y me doy cuenta de lo sola que a veces me siento en esta morgue de papel, sin nadie con quien conversar ni con quien compartir todos esos hallazgos. Justo hoy, en el Centenario de este suplemento cultural, lamento tanto que aquel proyecto que con tanta dedicación hizo para impulsar la investigación y el rescate de El Ilustrado nunca encontrara eco en este periódico de circulación nacional, sobre todo lo lamento porque quienes aún estamos no podemos pelear la batalla que dejó inconclusa, porque tenemos que sortear otras en las que se nos dice que “hagamos investigación de verdad”, como si sumergirnos en los diarios viejos no arrojara magia. Pero, sobre todo, sepa por favor, señor Fernando Sotres, que cuando Aída y yo nos enteramos de su muerte no encontramos mejor manera de honrarlo que recordando todo lo que nos contó y enseñó; como aquella última charla en el café La Habana, donde por vez primera nos contó de su vida personal. Hoy me habría encantado compartir con usted este Centenario y que en una charla con café hubiéramos recreado aquel 11 de mayo de 1917, donde hubiéramos imaginado cómo las rotativas fueron entintando el papel y dando forma a las primeras páginas de El Ilustrado, el cual se engalanó con el reportaje de Xochimilco con las grandiosas fotos de Carlos Muñana… Por eso hoy, señor Fernando, le agradezco mucho por tanto conocimiento y tantas pistas.

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#2: La eternidad

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No puedo precisar cuándo ocurrió; en qué momento el impulso se convirtió en una necesidad, en el fehaciente testimonio de que el olvido no existía y la eternidad era posible. Pero sucedió. Y enmarcamos la noche del cinco de enero de 2017 con nuestra intención y compromiso de hacer esto eterno. Los dos llegamos a la cita, nerviosos, dichosos. Creo que era el amor en su pureza máxima lo que había entre nosotros. Yo me podía mirar, transparente, en sus hermosos ojos, mientras que la felicidad carcomía mis entrañas. ¿Es esto posible?, me preguntaba para mis adentros. Tanta felicidad, ¿es posible?, no dejaba de cuestionarme en mis pensamientos. Elegir el modelo fue el reflejo de nuestras personalidades y de nuestra relación: las ideas, los intercambios, las discrepancias, los acuerdos. Porque si algo teníamos en claro era que nos sentíamos vivos y agradecidos de haber vuelto del infierno en el momento en que nos enamoramos y nos entregamos el uno al otro. Por eso, decidimos que fuera ALIVE la palabra [acompañada de un corazón] el primer trazo en nuestra piel, la que encuadrara nuestro amor. La eternidad que nos prometíamos, retando a las adversidades. Ese cinco de enero me sentía nerviosa, sí, tenía miedo del dolor de las agujas marcando con tinta cada trazo del tatuaje con el que vestiríamos nuestros brazos; pero era mayor la emoción y la felicidad que hacían palpitar con ímpetu mi corazón. Primero pasé yo; después él. Yo en el brazo derecho y él en el izquierdo. El objetivo era claro: cuando nuestras manos se entrelazaran y nuestros brazos se acariciaran los dos tatuajes se unirían, como nuestras almas y todo nuestro ser cada vez que nos amamos, cada vez que nos extrañamos y necesitamos, y también cada vez que nos desesperamos y nos lastimamos. Porque ser libres y revivir a causa del amor es la verdadera eternidad.

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#1: Año nuevo

No recuerdo desde cuándo inició la tradición; pero sin falta, los días previos al fin de año, yo me entregaba a la limpieza de mi habitación; la labor podía llevarme días: liberarme de todo aquello que ya no ocupaba o usaba, desde ropa, libretas de apuntes, juguetes [lo que sí recuerdo es que esto lo realizaba desde los años de la secundaria, porque un año tiré algunas de mis libretas de la primaria], lavar toda la ropa sucia, las cortinas, cambiar las sábanas de la cama y si era necesario pintar o hacer algunas remodelaciones [un año tapicé de azul cielo y de estrellas blancas las paredes]. Cuatro años puse en pausa la faena y este 2016 decidí retomarla. Había mucho periódico desperdigado, los libros desbordaban polvo y las horas previas al fin de año me encontré con varias prendas después de años de no vestirlas, porque esperaba el momento oportuno o bajar o subir un poco de peso. Así, toda la mañana, tarde y parte de la noche del 31 de diciembre de 2016 me la pasé limpiando. Para una obsesiva del orden, como lo soy, esto es liberador, placentero y terapéutico. Un día antes un resfriado me había tendido en la cama, pero no me detuvo. Mis padres me vieron tan concentrada que sólo me interrumpieron para despedirse de mí antes de emprender su viaje a Querétaro [donde celebrarían Año Nuevo con unos amigos y donde decliné ir]. A las 10 en punto, luego de alimentar a Lady, Tito y Roma [mis fieles acompañantes], tomar una ducha que supo a gloria y vestir mi pijama más afelpada, calenté la cena que mi madre amorosamente me dejó  y serví el vino que mi hermano y su esposa habían dejado en Navidad. Era la primera vez que pasaba la noche vieja sola. Al terminar los alimentos y la botella de vino, que acompañé con chocolates, almendras y cerezas, una fatiga me invadió y caí dormida frente al televisor donde ya se reproducía la selección de películas con las que despediría 2016. Desperté 10 minutos antes del cambio de año, por la música y los cuetes de mis vecinos. Lady, Tito y Roma ya me habían rodeado en la cama, los abracé cuando el reloj marcó el minuto final y el primer minuto. Luego nos arropamos bajo las cobijas, bajo el aroma a limpio: a canela y manzana del limpia pisos; a violetas de las sábanas. La luz que entraba por las ventanas sin cortinas nos arrulló. Para mí 2016 ya había terminado dos días antes. Justo en el momento en el que él me rodeó por la cintura y dejó de mirarme con sus profundos ojos tornasol los minutos en que me besó. Esa noche nuestras almas se amaron y fue en ese momento que comprendí que 2016 ya  había terminado; ya se había llevado lo que debía y me había dejado lo que necesitaba, sólo le faltaba un poco de orden a mi habitación.

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Delirio

Veo aquel andrajoso cuerpo tumbado sobre la banqueta. Parece muerto. Embarrado en el pavimento frío sobre un charco de agua. Con el vómito regado por los negros cabellos que le cubren la cara. Los dedos de las manos engarrotados como si en el último momento hubieran querido aferrarse a algo. A qué, me pregunto. Y de pronto siento cómo me palpitan con estruendo las tripas. Las manos me tiemblan. Quiero mirar su rostro.

Me devora la desesperación por saber quién es. Tengo que mirarlo de cerca. Camino sigiloso. Contengo los nervios. Conforme avanzo, un picante aroma a whisky se cuela por mi nariz. Olfateo al hombre y nada. Parece inodoro. Pero el aroma es torrencial. Huelo mi ropa. Soy yo, no el hombre, el que carga aquella pestilencia.

No recuerdo de dónde vengo ni por qué estoy ahí. No creo haber bebido. Ni mareado me siento. Puedo sostenerme de pie e hilar claramente mis ideas. Me había prometido que ni una gota más de enfermedad. Pero este aroma, este aroma no miente…

Dejo de pensar en eso. Lo único que quiero es verle el rostro a aquel hombre.

Estoy hincado junto a él. Le agarró la mano izquierda con cautela. Apenas respiro. Quiero no sentir su pulso. Asegurarme de que ni una sola fibra le queda de vida. Intento destensarle los dedos, pero conforme estiro el meñique, siento como si me estuviera jalando a mí mismo. Contraigo el cuerpo. Sobrecogido, suelto la lánguida mano. Miro mi dedo. Está rojo. Me duele. No tanto como el pecho. La ansiedad empieza a quemarme despacio como la sosa sobre el cochambre.

No me alejo. No puedo. Me obsesiona ese cuerpo sin rostro. La enredadera de greñas es mi único obstáculo. Ya no me preocupa si está vivo o no. Quiero verle la cara. Saber cuál fue el último gesto. Si tiene rastros de lágrimas. De pavor. Si la muerte fue tan fulminante que le permitió una última sonrisa o un grito ahogado en el silencio de una lamentación.

Meto mis largos dedos en la cabellera tiesa. Siento la nariz; me la imagino puntiaguda. Fina. La piel se siente tibia. Suave. Revuelvo los cabellos. Jugueteo con la sensación, como cuando acaricias un gato. No tengo prisa. Lo estoy disfrutando.

La adrenalina ha adormecido mi ansiedad. Estoy flotando en la calma de la madrugada. Mi respiración es apenas un zumbido que se confunde con el viento helado. Apenas la siento.

Aprisiono las mechas negras. Con fuerza levanto la cabeza del hombre. La mantengo en el aire. No, aún no me revela ni un centímetro de su rostro. La emoción me envenena. Quiero disfrutar el paisaje. Pausado. Solo un segundo para girarla hacia a mí y poder tener de frente aquella expresión de muerte. La última sensación de algo que estuvo vivo.

Pacientemente libero uno a uno los cabellos. Poco a poco voy descubriendo el rostro. Siento como corre mi sangre como en una autopista. Sin baches, sin frenos. La emoción se desliza con suavidad. Al fin podré mirarlo.

Pero un zumbido me atraviesa. De pronto un latido apenas audible. Bum. Y silencio. Me paralizo. Bum. Me engancho al cabello con violencia. Bum. Bum. El sonido es cada vez más fuerte. Bum. Bum. Bum. Implosiono un alarido. La desesperación me destroza. Bum. Bum. Bum.

Cierro los ojos.

Llevo mi mano libre a mi pecho. Mi caricia es cálida. Furioso es el latido de mi corazón. Bum. Bum. Suspiro. BUM. BUM. BUM. Estoy tan vivo, pienso.

Abro los ojos y miro el cuerpo junto a mí. Mi mano no está en mi pecho, sino en el del cadáver.

Horrorizado me toco. Silencio.

El silencio va calcinando mis entrañas.

Alzo la mirada, incrédulo. El rostro está descubierto. Lo tengo de frente. Al fin puedo mirarlo. Pero no… ¡No! No puede ser. No hay nadie a mí alrededor. Estoy solo.

En memoria de  Edgar Allan Poe.