Foto: Gabriel Pichardo.
En esta historia, él tiene nombre: Samuel Segura. Y lo tiene porque quiero romper con las cadenas del silencio; porque quiero colocar las piezas en su lugar.
La noche que marcó mi huida, inició a las dos de la madrugada de un jueves de marzo de 2015. En esas horas tuve la certeza de que ya no había freno y tuve miedo de morir.
Una hora atrás me había acostado, sin sueño. Estaba intranquila. Sola. Samuel y yo llevábamos dos años viviendo juntos y casi cuatro de relación. El día anterior, luego de tanto pensar en cómo diría cada una de mis palabras, en la construcción de las frases que pronunciaría, me armé de valor para contarle sobre una oportunidad en el trabajo: “Me quieren enviar del periódico a Jordania un par de días”, le dije mientras comíamos, y en sus ojos apareció esa rabia que ya conocía. Dejó de comer y después solo hubo silencio. Durante esas más de 24 horas me trató como si no existiera.
Yo esperaba que él comenzara con el discurso de siempre ―aquel reclamo sobre mi “pendejez”―: “No te das cuenta que esos cabrones te quieren coger”, seguido de la furia de sus comentarios en los que no había más que insultos porque yo no era capaz de ver que mi inteligencia no era mayor a lo que había debajo de mis calzones; donde solo había un cuerpo que poseer y no una mujer capaz y talentosa. Pero no. No dijo ni una palabra. Me quedé incrédula; ansiosa. Yo ya tenía memorizado mi discurso: no iba a dejar ir otra oportunidad de trabajo por él, me decía convencida, aunque todo mi ser temblaba.
Todo aquello fue ese eterno momento de calma antes de la tempestad.
De pronto, aquella madrugada, mientras daba vueltas en la cama, lo escuché entrar. Sus pasos disparejos y tambaleantes hicieron que desde la segunda planta del departamento, descubriera que venía con varias copas encima. Me quedé inmóvil y traté de fingir que me encontraba profundamente dormida. Mi corazón palpitaba con mayor velocidad conforme sentía que él se acercaba.
Silencio.
Sentí al mismo tiempo el dolor del jalón de greñas con el que me sacó de la cama y del golpe que recibí en la espalda cuando mi cuerpo azotó contra el suelo. Me incorporé despacio, rodeada de insultos. Las horas siguientes pasaron como si hubiesen sido una eternidad.
Todo fue un infierno mudo. No grité ni una sola vez. Pero sí suplique, para que se detuviera, para explicarle todas las aseveraciones que me lanzaba como flechas incandescentes. No pude detener el torrente de mi llanto. Las patadas y los golpes a puño cerrado en mi vientre, entumecieron mi cuerpo; las bofetadas, mi voz, y sus manos estrangulando mi cuello, mi alma.
Por vez primera sentí la necesidad imperiosa de defenderme, de regresarle un golpe, de dejar los ruegos y la conciliación con la que siempre trataba de calmarlo: pero apenas pude liberarme del ahorcamiento ―lo mordí en la mano― quise correr hacia la cocina; pero un nuevo jalón de cabellos me derrumbó y los golpes en el suelo fueron más brutales.
“Así te van a tratar allá, pendeja”, me gritaba mientras me abofeteaba sin parar. Yo en el suelo y él sobre mí.
Cuando todo terminó ―él se quedó dormido― me duché, quería que el agua calmara el ardor en mi cuerpo, y me fui al trabajo; ya estaba amaneciendo. Con la ropa oculté las huellas de sus golpes, que siempre precisos dejaban moretones en mis pechos, mi vientre y brazos, nunca en el rostro. Aquel día me costó mucho cargar con los pedazos de mí.
“Hoy nació mi sobrino. Iré a casa de mi mamá”, me envió un mensaje de texto al cabo de unas horas. No dijo más nada sobre lo ocurrido en la madrugada, actuó como si no hubiera pasado. Y yo tuve miedo de reclamarle. ¿En realidad pasó?, me preguntaba. Mi cuerpo a cuestas me lo confirmaba. Pasados los días, él sólo me dijo que todo lo ocurrido había sido para desahogarse de mis “traiciones”, esas que él creaba en su cabeza. Yo nunca le fui infiel ni desleal, como él tanto pregonaba.
El viaje a Jordania nunca ocurrió, pero yo saqué mi pasaporte a escondidas; en la foto se alcanza a ver una herida en mi labio y un moretón debajo de mi ojo que no pude esconder con maquillaje.
Comencé así a idear la forma de irme. Quisiera decir que simplemente me fui, pero no fue así. Pasaron dos meses más hasta que finalmente reuní la fuerza para abandonarlo. No fue sencillo. Nunca le había contado a nadie lo que ocurría en mi relación: los celos, los insultos, los golpes, el maltrato psicológico. Me sentía avergonzada, sin saber a quién recurrir; quién me va a creer, si siempre escondí lo que ocurría, si todos veían lo que pasaba en público: a él “amándome”. Así que con las fuerzas que me quedaban y el impulso de dejar de ser una mujer rota, lo encaré.
Él aceptó el daño que me causaba con su ira, aunque puedo decir que sin la total conciencia de todo, sin tener la certeza de todas la veces que me había maltratado, porque nunca las recordaba. Así que con la promesa ―que yo sabía que yo no iba a cumplir― de volver a estar juntos, lo convencí de una separación, de darnos un tiempo para sanar las heridas.
La ruptura física ayudó a la psicológica.
Paradójicamente, por seguridad, para que no me buscara más y dejara de insistir en que regresaramos, volví a casa de mis padres en el Estado de México.
Lo que siguió fue recuperarme, sanarme. Regresar a cada rato a los recuerdos, revivirlos para reconocerme, para confirmar que estaba viva, para liberar el dolor que fui acumulando, para romper con todo aquello que estaba oculto.
Muchas veces dije que nuestra relación había sido tóxica, como una forma de decir al mundo que había habido mucho dolor; era la forma de ocultar lo que de verdad había pasado, era la forma en la que asumí una responsabilidad que no era compartida.
En una de las tantas veces que me insistió para que regresara, que intentó convencerme de que había cambiado, le conté sobre la primera vez que me había golpeado, cuando aún no me mudaba por completo al cuarto de azotea en el que vivimos los primeros meses.
Íbamos a llevar a Tito, mi perro salchicha, a esterilizar, comencé el relato. Luego de que lo apresure y le dije que su padre, quien nos iba a llevar en su taxi al veterinario, ya nos aguardaba desde hace varios minutos, la ira se le detonó y de la nada me dijo que me largara con él —con el desdén con el que, desde entonces y durante los cuatro años que fuimos pareja, me corría de “su casa”.
Se acostó y me dio la espalda. Me quedé conflictuada por su reacción. No era la primera vez que él reaccionaba con furia e intolerancia y tampoco era la vez primera que yo sentía que había hecho algo mal, que había dicho algo incorrecto; para ese tiempo ya no era dueña de mis decisiones. De pronto, se levantó, me miró fijamente y se abalanzó sobre mí. Dos puñetazos estallaron en mi vientre, instantáneos, rotundos; el vacío que generaron me tiró al suelo. Los segundos posteriores son borrosos; estaba incrédula, comencé a llorar en silencio —como se volvió mi vida a partir de ese momento— y él regresó a la cama, a darme la espalda.
Después lo dejé solo. No lo confronté. Ni él dijo nada. Bloquee el dolor.
Él dijo no recordar nada cuando le conté. Y no dejó de insistir en que regresara, como si todos aquellos relatos fueran ficción, o algo menor.
Ahora sé que en aquellos años, luego de los primeros golpes, muchas veces me decía a mí misma que eso no me estaba pasando. Tuve varios momentos de negación, y otros tantos fingí que lo que ocurría no había sido tan grave.
Como costal de box recibí los embates, uno tras otro. Siempre usando la normalización de la omisión y el silencio. Sorteando el discurso de que él no era ése que me insultaba y golpeaba, y yo mirándome despedazada con una genuina intención de querer ayudarlo.
La inseguridad, los celos y su machismo germinaron en mí un sometimiento psicológico tal que mi única razón para permanecer a su lado radicaba en demostrar que no era esa persona detestable, mentirosa, desleal, que él tanto decía que era yo. Todo aquello me confinó al aislamiento; dejé de frecuentar amigos, familia; dejé de ser yo misma: no me maquillaba ni arreglaba para no llamar la atención, evitaba cruzar palabra con cualquier hombre. Dejé de creer y confiar en mi criterio. Siempre era descalificada. Me sentí sola como nunca. Y me volví la más sumisa. Renuncié a mis derechos de confrontar, de reclamar, de exigir, de manifestar mis sentimientos, de ser humana.
La retrospectiva me da la certeza de que para mí los episodios de violencia física siempre fueron brutales con y sin alcohol de por medio. Nunca me defendí; el miedo paralizaba mis fuerzas y siempre intentaba calmarlo, suplicaba para que se detuviera. Pero en realidad la desconfianza, la humillación, los insultos, las bromas —que eran agresiones disfrazadas en un tono de burla—, la dureza de sus palabras, de sus aseveraciones, eran las que me laceraban, las que me fueron consumiendo de a poco.
Aunque dejé de estar enamorada de él, no me fui. Tenía miedo de la mujer en la que me había convertido y no encontraba a dónde más ir.
Hasta la noche de Jordania, como he llamado a ese momento, fue cuando encontré el impulso de romper con las cadenas del sufrimiento, del sometimiento. Cuando lo dejé y empecé a sortear sus reclamos y chantajes, su acoso para que volviera.
Pero fue, precisamente, en ese torbellino cuando me llegó el feminismo.
En una marcha contra las violencias machistas fue donde encontré la fortaleza para finiquitar de una vez por todas el vínculo con él. Porque aunque ya no vivíamos juntos, él seguía teniendo control sobre mí, me hacía sentir mal por dejarlo en el abandono, por no cumplir mi palabra.
Fue en el #24A de 2016, casi a un año de que habíamos dejado de vivir juntos. Los dos habíamos asistido a cubrir la marcha. Yo observaba asombrada, curiosa, a las mujeres gritar, cantar, mostrar sus cuerpos, y me miraba a mi caminando con el hombre que me había violentado de distintas maneras; me sentí contrariada, asqueada de la escena. En aquella crónica que escribí por vez primera usé el plural para reconocer que alguien me había golpeado. E inicié el proceso tortuoso para que saliera de mi vida. Fueron meses agotadores. El no haberle contado a nadie lo que me había ocurrido, complicó aún más la ruptura final; mucho tiempo conservamos las apariencias de ser una ex-pareja que se lleva bien tras la ruptura.
Él solo se esfumó cuando se dio cuenta de que ya había perdido el control sobre mí y supo que yo amaba a alguien más ―a mi actual pareja, Gabriel Pichardo―. Justamente, luego de la primera vez que exterioricé aquel infierno ―precisamente a Gabo, de quien terminaría perdidamente enamorada, quien en ese entonces era un total desconocido; alguien con quien me sentí lista para desmenuzar lo ocurrido, él único que conoce hasta el más mínimo detalle de aquel calvario―, fue cuando experimenté el momento más liberador y me sentí acompañada para enfrentar lo que fuera.
Y enfrenté a Samuel.
Por eso, recuperar la narrativa de lo que me ocurrió fue el primer paso para apoderarme de los sucedido, empoderarme y dejar de tener miedo. Para que saliera de mi espacio íntimo. Para ponerle un rostro a él, para darme voz a mí.
Todo ese proceso de ir articulándome a mí misma y mi historia durante todos estos años me permitió reencontrarme, amarme y abrirme a la posibilidad de sentirme viva, de amar a alguien, de tener una relación de pareja en la que las bases se erigen en el diálogo, en la reflexión constante, en la comprensión del otro. Estoy muy agradecida con la vida por eso, por la fortaleza que me ha dado para enfrentar el ayer y encarar el futuro, por tener el apoyo de quienes me rodean y de Gabo, de quien he recibido el acompañamiento más vital para ir sorteando el proceso de recuperación.
Articular mi historia me permite contarla hoy. Fui víctima cuando me golpearon y sobajaron, pero dejó de serlo cuando la cuento sin miedo.
Por eso, el sábado 23 de marzo mi relación con el miedo y el silencio cambió. Fue cuando decidí sumarme a la marea del #MeToo e hice público aquel grito que había enmudecido: la violencia machista que sufrí con mi ex-pareja.
Por vez primera le contaba al mundo lo que había vivido hace cuatro años, aquello de lo que tanto tiempo me sentí avergonzada, que me costó años perdonarme. Me sentí fuerte, respaldada, protegida y acompañada.
Agradecí que pudiera ocurrir algo así: mujeres soltando sus demonios, liberando sus silencios, encarando el miedo. Tengo la certeza que para muchas mujeres fue romper con el silencio por vez primera e iniciar así el proceso para articular lo ocurrido; para otras fue dar un paso más en el camino de la reconstrucción.
Desde entonces, han sido días complejos, de mucha reflexión. Y porque el infierno de la violencia no cabe en 140 caracteres, hoy les comparto mi proceso, que no termino ni empezó con el hilo que construí en Twitter. Porque contar lo que a una le sucedió, más allá de la temporalidad, es reconstrucción pura, es romper el pacto del silencio para seguir; es asumirse y dejar de tener miedo.